UNA NUEVA ANDANZA

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Una nueva y compleja aportación de mi amigo Fulgencio Susano García sobre la enfermedad de su padre y su relación con ella.

Recuerdos por venir:

Ya lo dijo Uno: ha pasado un año y parece que toda la vida se concentró en doce meses y volvió a pasar por delante de la vista, cansada. El padre de Uno dicen que mejora; es una mejoría leve, suave, como el trote de Platero. Un día bueno, algunos malos. La segunda operación a vida o no ha resultado igual de exitosa que la primera, aunque ya empiezan a vérsele las astas al toro. Nos hemos asustado, se ha asustado. Y ver al padre de Uno, antaño torre inexpugnable, martillo y azote de SEAT 600 y de los pobres cochinos que caían entre sus enormes manos; ver a esta fuerza de la naturaleza pedir que un santo varón venga a dedicarle los que pueden ser los minutos postreros…, esa impresión, a Uno, le ha traído el recuerdo de su abuelo, el padre de su padre, persona seria y adusta, que supo irse con la dignidad y el silencio que no le se pide a nadie que tenga en su momento de (encontrar) la gloria. Así que este mes que ha pasado desde el día en que se celebra el de todos los padres putativos, el de los José y los padres no tan calificados como los nombrados al principio, el de Uno nos convoca a la familia, a algunos amigos y amigas de su juventud ― lejana ―, y nos brinda una celebración. La de una misa, oficiada por un padre de los que no tienen hijos, peculiar, abierto. Divertido. Deja a todos una hora larga de reflexión, de pensamientos, de palabras rellenas de alma y nos confirma que el padre de Uno está listo por si tiene que hacer el ligero equipaje. Que su conciencia, como siempre, está limpia y reluciente, clara y directa. El padre de Uno llora a moco recogido y se da cuenta de que su vida, la que ha compartido con todos los que estamos allí, ha sido plena. Y nos lo dice y, al finalizar la celebración, nos invita a todos a comer. A estrenar la barbacoa de tamaño industrial que ha dirigido y construido y proyectado con la ayuda de los obreros que antaño fueron, también, amigos. La encendemos y el humo nos ayuda a disimular la lágrima furtiva que Uno y otros hemos dejado correr, libre, como quiere el refrán.

El día es espléndido, brilla y duele a partes iguales. Hay comida para todos los que han venido, y más. Y bebida. Y siente Uno por un momento que está celebrando un alboroque; que, como en algún libro que leyó, el alma de su padre, la suya de Uno es la que contempla la escena, y no el cuerpo. Que el cuerpo ya se perdió y el rostro vuelve a estar liso y lustroso, el cuerpo vuelve a soportar el peso de los hijos, de la vida por vivir. Que las anchísimas espaldas ya no se encorvan bajo el peso de nada, ni de nadie. Uno es así, vive instalado en la nostalgia constante de la infancia no recordada, de la niñez falseada.

Cae la tarde de este día de marzo en que se cumple casi un año o un año y algo. Y, recostado en el sillón, cubierta la rala cabeza y el escaso cuerpo, el padre de Uno dormita, sonríe. Sonríe. Sabe que, como casi siempre en todos los días de su vida, lo hecho es lo correcto, fuera o no lo que quería hacer. Y sabe que, como siempre, ha hecho lo que quería, fuera o no lo correcto. Uno se va a su casa con la sensación de que lo mejor que ha hecho esa multiplicación irracional de células en el cuerpo de su padre, en el fondo, es bueno; aunque solo sea por un rato. Hoy se han olvidado las terapias radioactivas, los sueros, los días de bajada y subida. Hoy ha sido uno de esos días en que Uno creía que bajo el caquitero que plantó aquel abuelo enorme y callado, aquel abuelo riente, el tiempo no iba a pasar.

Ojala las nietas del padre de Uno puedan tener ese recuerdo como propio y no como cuento algún día.

 

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