Mis amigos son tan estupendos que no solo me hacen comentarios sino que me envian textos completos para poder publicar.
Porque cuando el cáncer entra en una familia la visión de la enfermedad es completamente diferente para cada miembro de la familia, por eso muchas personas sostenemos que no hay un tipo de cáncer sino un cáncer diferente según la persona y sus circunstancias.
En todos los casos te aportan algo bueno y malo a la vez. Reencuentros y desencuentros, amores y desamores.
Leamos el texto de Fulgen Susano Garcia .
El día en que a uno le dicen los resultados médicos y no son los que uno esperaba, sino los que no quiere oír, ese día, se acaba la historia de uno, de todos, y empieza otra que no tiene nada que ver con lo que uno había soñado desde niño con que sería la vida de adulto.
Y no es porque lo oyera de uno mismo. No. Estábamos ya varias jornadas disfrutando de la hospitalidad del personal del Morales Meseguer cuando, casi sin avisar, se nos vino encima el jarro de hielo. Cáncer. La palabra que nadie quiere pronunciar y, menos aún, escuchar. Y el caso es que no dijeron abiertamente “cáncer”, sino que hablaron de un T-III en fase 2 o algo así, en el estómago, a la altura del píloro y que, como efectos secundarios, provocaba o se manifestaba – o vaya uno a saber qué -, con una artritis reumatoide. Que no vea el chiste de saber que el no poder doblar bien las rodillas o que se inflamen las muñecas puede estar relacionado con que el estómago haya decidido vivir su propia vida.
Así comenzó el primer día de una vida, en la que la persona afectada no volverá a ser la misma, nunca. Porque le faltará un órgano, o varios, o la vida entera. Y porque los de alrededor ― entre los que está uno ―, los que tienen que convivir con esa persona, nos daremos cuenta de que ya no hay sábados sin fin o domingos de resaca, o porque el peso y el pelo se pierden de manera alarmante, casi a diario. O porque habrá momentos en los que él decida que es mejor abandonarse, y habrá días en los que pensarás que cómo es posible que no se abandone. Porque sí, porque ya lo dicen todos los artistas, que hemos nacido para morir, que hay que saber dejar huella y todo eso. Pero cuando la muerte se planta delante de alguien cercano, le tutea y le dice con claridad matutina que “hasta aquí” es cuando ves cómo se rebela la persona, el mundo que lo rodea, los mismos médicos, los amigos. La familia.
Uno no recuerda si era lunes o jueves, si marzo o abril. A uno le da igual esa precisión temporal. Solo sabe uno que el día que le dijeron a su madre y a él que su padre tenía un cáncer del tamaño de su estómago en su estómago, su madre se abrazó a uno, sollozó, dijo que no podía ser y, tras unos minutos angustiosos, preguntó por las esperanzas que daban los médicos. El cuñado de uno, verdadero hermano mayor, dijo que las daban, y ya era suficiente. Así que la autora de los días de los hermanos de uno y de uno mismo, como siempre entera y fuerte, se sonó la nariz y dijo “a por ello”. Hubo que decirlo al resto de la familia; información sesgada de manera voluntaria unas veces intencionada otras. Uno investigó, leyó, estudió. Supo lo que padecía su padre y, lo peor de todo, cómo lo tenía. Supo que la pericia del médico era importante, la actitud del paciente fundamental pero, sobre todo, comprendió que lo necesario era (y es), que el tumor no tomara posiciones. Que no se hiciera fuerte en ningún otro sitio que no fuera el localizado, el acotado. Que no hubiera metástasis. En uno de los centenares de portales médicos que consultó se mostraban fotos, diagramas de la intervención, posibles resultados. Todo. Aprendió a trazar diagramas de flujo para que tomara la decisión, después del alta médica, ya en casa, él solo de ponerse un tipo de insulina u otra dependiendo de los resultados de los autoanálisis. A discernir entre un tipo de alimento y otro. A animar y a hablar de futuro como si estuviera sin escribir y en perfecto estado de estreno, como hacía un año. Todo eso se aprende desde la barrera, desde la comodidad del sofá de casa o del catre. El que pasa por el quirófano, por las noches sin dormir, por las angustias y los vómitos sin fin, por más intervenciones de las deseadas, es el paciente. Que maldito nombre y qué bien puesto, porque no hay nadie con más paciencia que un enfermo.
Ha pasado casi un año. Sigue vivo, el padre de uno. Lucha como puede, como sabe. No deja que pase un solo día sin aprovecharlo al máximo. Ahora sí. Aquel “déjalo, ya lo haré” que solía decirles a sus hijos cuando niños se ha convertido en un “vamos a hacer, planifiquemos, realicemos, actuemos” que, incluso, llega a agobiar un poco. Ahora se entienden muchas posturas y muchas frases hechas. Ahora uno se da cuenta de que es cierto que la familia, como los amigos, ha de ser el centro de comunicación del universo de cada uno porque el día menos pensado, el día más sentido, falta un miembro, falta un número en la lista de personas a las que querer y admirar y ya no se sabe cómo sustituirlo. Y no tiene por qué el miembro ser el más viejo.
En el año que llevamos de peregrinaciones, uno ha aprendido muchas cosas; y también ha descubierto que la realidad del cáncer está demasiado cerca; que golpea con tanta o más dureza que en la morada de uno, en cada esquina, casi en cada casa. Amigos, amigas, familia pasada y presente, familia de amigos. De repente surge un caso nuevo cada pocas semanas en personas que uno quiere que sean inmunes al paso del tiempo, porque tienen tanto que dar todavía al mundo que es de recibo que no les pase nunca nada. Y, sin embargo, ahí están los tíos de uno, uno vivo y el otro no; el mundo de los fines de semana sonoro y las lunas colaboradoras; la hija de la amiga; la hermana de otra; la madre de otra. El compañero de trabajo; su mujer. Y así, hasta el finito número de personas que uno conoce.
Termina uno por querer las ansias de evolución, de crecimiento, aquellos días infantiles en los que quería ser mayor para poder olvidarse del control paterno vuelvan; que la vida no cambie, no le cambie. Pero no puede uno sino advertir que el tiempo es fugaz, como decían los viejos relojes de péndulo que solía observar uno en la joyería de aquel señor mayor que, en efecto, ha pasado a mejor recuerdo. El tiempo es limitado, pequeño; es una gota de una materia o de una energía regida por unas leyes incomprensibles. Ahora que uno ve cómo el mundo que creía estable y planificado se hunde en el caos de la realidad, uno cree que al escribir unas líneas de reflexión podrá ayudarse o ayudar a alguien más. No lo sabe ni uno, ni nadie.
Una merienda no tomada en su momento, una conversación interrumpida por una tontería, una vieja enemistad forjada por malentendidos pueden ser circunstancias insalvables por obra de esta enfermedad, dicen que tan vieja como la Humanidad. Uno no quiere dejar pasar el poco tiempo de que dispone para disfrutarlo con las personas que la vida ha tenido a bien poner en su camino, pero tampoco quiere que la vida lo sobrepase.
Ha pasado otro día, otra noche arropa ya al que se dedica a pensar en voz escrita sobre el tiempo, la gente, la vida. Y uno decide que, si todo se confabula en contra suya, él será capaz de rebañar segundos a las horas y dedicarlos, al menos, a compartirlo con aquellos que le decidieron dejarle entrar a compartir mesa, mantel, té y risas. Uno será, como el viejo tío Albert, o como Bert, y se dedicará a visitar de pensamiento, de palabra, de obra, a las personas que le dieron parte de vida en su vida.
Contaremos las andanzas de uno durante este tiempo que dura y durará la enfermedad en su familia, con sus amigos, y veremos si sirven para alguien. O para algo.
MUCHAS GRACIAS , FULGEN